lunes, 2 de marzo de 2009

Yendo hacia la escuela me preguntas

qué otras escuelas son graduadas.

Llego hasta
Fruit Street y apartas los ojos.

Caminando bajo estos árboles
amarillos

llevas bajo el brazo tu fiambrera del ejército, y tus

piernas cortas, enfundadas en ropa de trabajo

transforman tu sombra en unas tijeras

que no cortan nada en la
acera.

De pronto me dices que todos los estudiantes allí son frutas.

Todos prefieren coger
arándanos porque son pequeños.

Las bananas, dices, son los guardias.

En tus ojos veo reuniones de naranjas, y

asambleas de manzanas.

Todos, dices, tienen brazos y piernas

y las sandías son a veces tardías.

Son torpes y gordas.

<
>, dices.

Podría decirte muchas cosas, pero mejor no.

Los niños sandía no saben abrocharse los zapatos;

se lo hacen las ciruelas.

O cómo te robo la cara...

te la robo, te la robo, y la llevaré en lugar de la mía.

Pero sobre la mía se gasta
enseguida.

Lo hace por estirarla.

Podría decirte que morir es un arte

y que aprendo depris
a.

Creo que en esa escuela ya has

elegido tu propio lápiz

y empezado a escribir tu nombre.

Supongo que entre ahora y luego, podríamos

algún día hacer novillos y llevarte a Fruit Street

y yo aparcaría bajo la lluvia de las hojas de octubre

y miraríamos cómo una banana acompaña a la última sandía,

retrasada, a través de ese portal.



(?

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